Según
una versión —propiciada entre otros por Raúl Scalabrini Ortiz, Eduardo
Mallea, y en un sentido más laberíntico todavía, Roberto Arlt, o sólo
producto de una mala lectura de sus textos— los argentinos son
silenciosos, introvertidos, retraídos, y por qué no añadirlo, proclives a
no declarar sus afectos ni a participar a nadie de su intimidad; es
difícil, de acuerdo con esos autores y con los que siguen esa tradición,
que un argentino reconozca una flaqueza, un menoscabo de su orgullo o
tan sólo un sometimiento sentimental. Según ello, los argentinos podrían
ser situados en un estadio prepsicoanalítico, padecerían de un síndrome
de "dicción", no podrían "declarar". Puede ser, si uno se atiene a esos
y muchos otros autores, en especial de teatro: orgullo, equívoco,
dificultad de responder, silencio a veces trágico, sentimiento de
incomprensión y todas las secuelas necesarias para componer esquemas
narrativos o dramáticos de interés.
AUTOBIOGRAFÍAS, MEMORIAS, DIARIOS
Desde luego, de ese razonamiento estarían excluidas
las argentinas, tal vez porque cuando esa filosofía se estableció no
votaban, seguramente porque siendo el objeto presente inconfesable de lo
que los hombres debían confesar y no lo hacían, estaban o eran
colocadas más allá de tales términos del "carácter nacional"; como se
recordará, de eso, del "carácter nacional", se trataba según las
exigencias intelectuales del momento, si entre 1910 y 1960 no se lograba
definir "lo argentino" no valía la pena vivir. Desde las perturbadoras
visitas de Ortega y Gasset, el Conde de Keyserling o Waldo Frank, pocos
dejaron de sentir esa compulsión caracterofílica, el propio Martínez
Estrada no pudo resistir el influjo como, tampoco, criticándolo, H. A.
Murena.
Por supuesto, tales rasgos, tan íntimos pero a la vez
tan genéricos, debían estar marcados en todas las empresas
comunicativas y la necesidad de verificarlos era tan grande, al menos en
los textos y en las discusiones, que se los veía en todas partes,
aunque los hechos lo negaran con la obstinación que los caracteriza,
como no dejaron de observarlo con evidente sarcasmo Leopoldo Marechal en
Adán Buenosayres y Juan Filloy en Op Oloop, por no
nombrar más que a dos lúcidos aunque indirectos críticos del tema. A mi
vez, y sin sarcasmo, me gustaría contrastar esos rasgos con el tono que
tiene en estos días la televisión nacional, y si la comparación es
chocante por lo evidente, con la irreprimible inclinación de los
políticos, del presidente para abajo, a decir lo que venga, personal,
disparate, lágrima, rencor. Ni hablar de la incorporación al lenguaje
comunicativo de expresiones en otros tiempos vergonzantes o
privadísimas, del código masculino y hasta barrial, y hoy empleadas por
la publicidad, y en general por cualquiera, mujeres inclusive, antes tan
recatadas, y por cierto por académicos que no quieren dejar de estar al
día en materia de hablas de cantina o de cancha de fútbol.
El mundo ha cambiado, se dirá, y nadie podrá oponerse
a tan impresionante verdad, y lo mismo ha desde luego ocurrido con el
lenguaje, tal vez una cosa se desprenda de la otra, si el lenguaje, como
parece, traduce lo que cambia en el mundo: del extremo pudor —quizá— se
ha pasado a la sin vergüenza y a nadie le importa demasiado; aquel
pudor estaría en la infancia de un pueblo, en la aldea, esta sin
vergüenza en su madurez, oposición en rigor sólo aceptable si se deja de
lado, por cierto, la falsedad de una y otra afirmación, ni el pudor
caracteriza el subdesarrollo, ni la sin vergüenza la adultez.
El argumento del pudor —tras el cual se ocultaba una
tropa de otros mecanismos, miedo, censura, inmadurez [cito la expresión
como recuerdo de un argumento machaconamente repetido de Gombrowicz],
inseguridad— ha sido usado para interpretar la literatura argentina, y
sobre todo, para ingresar en el universo de los que la han hecho y la
componen. Se ha entendido, así, a casi todo el siglo XIX y más de la
mitad del XX, como el escenario temporal de una sola maniobra de
ocultamiento, o mejor dicho, en una constante elusiva, como si al decir
lo que decían los escritores estuvieran evitando decir lo que habrían
debido y eso que tenían que haber dicho era, y por eso no lo decían, una
verdad inconfesable, contrapuesta a sus declaradas y acaso propias y
profundas convicciones; para algunos críticos tal verdad era una
homosexualidad muy guardada, para otros una secreta complicidad con
intereses o estructuras políticas abominables. De paso, en el juego de
verdades y fugas, los escritores denunciados aparecían, voluntaria o
involuntariamente, defendiendo las peores causas, los intereses más
espurios de la clase a la que pertenecían, los privilegios más
irracionales. La literatura argentina, en consecuencia, según esa manera
de indagar, estaba constituida por algo opuesto y aun antagónico de lo
que puede estar implicado en el generoso gesto de escribir que, como
todo el mundo lo sabe, es el punto más alto de la relación del ser
humano con su conciencia y de la conciencia colectiva consigo misma.
Tema de debate, por supuesto: en mi opinión, ese modo
de considerar las cosas es reductivo y sofoca la comprensión de algo
mayor: ¿dónde y cómo surge la literatura propiamente dicha aun a pesar
de los escritores mismos en el sentido de lo que son y piensan o sienten
y ocultan? ¿cómo se produce la literatura en los textos de alguien que,
como Sarmiento, podría ser acusado de tan terribles cosas como lo fue,
desde antes de Alberdi hasta nuestros días? ¿cómo es el cambio que lleva
a ciertos textos a ser imprescindibles en un nivel diferente al de lo
que intentan acallar de sí mismos?
Del argumento del pudor de los argentinos pasamos a
lo que los escritores encubren y los críticos denuncian pero, por otro
lado, se diría que el argumento del pudor tampoco resiste la prueba
cuantitativa: los libros de memorias, las autobiografías y los diarios,
publicados o inéditos, al superar sin duda en cantidad, hasta fines del
siglo XIX, a novelas, la zona de mayor encubrimiento, y poemas, donde la
natural confesionalidad lo hace un poco menor, ponen en cuestión la
fuerza si no la existencia misma del pudor. Y aunque en el siglo que
está por terminar las proporciones quizá se han invertido, o sea más
novelas y poemas que memorias, eso no quiere decir que haya desaparecido
el gesto autorreferencial señalado. Se diría, en suma, que lo que
llamamos "literatura argentina" para el siglo XIX es memorias, como las
del General Paz, autobiografías, como las de Sarmiento, o diarios, como
los de Mansilla, por dar ejemplos contundentes. Tal profusión,
inabarcable —y que se prolonga al siglo XX—, no sólo indica la fuerza de
un canal de expresión considerado o sentido como legítimo o autorizado
por una modalidad cultural sino también la perduración de un deseo de
situar públicamente una materia que podía haber sido silenciada, si en
verdad el temperamento argentino estuviera marcado por el pudor o al
menos por el silencio o la retracción. ¿No será que en realidad los
argentinos desean escribir acerca de lo que ven, sienten y hacen más
todavía que ver, sentir y hacer? ¿No será que los argentinos, más que
cualquier otra colectividad, experimentaron y experimentan unas
irreprimibles ganas de pasar lo privado a lo público, lo íntimo a la
plaza?
Puede ser, pero también cabe preguntar de qué tipo de
argentinos se trata. Si se considera el registro social en general es
muy probable que ciertas idiosincrasias, de tipo oral, constituyan el
vehículo único de tales ganas: recordemos el café, los amigos, la
conversación, el rumor, el chisme, la "franqueza", rasgos todos
indicativos de una urgencia por no guardarse nada; generosidad del
sentimiento que no tesauriza aconteceres ni experiencias sino que se
descapitaliza con la esperanza de que habrá más, siempre algo ocurrirá,
que dará lugar a una confidencia o a una confesión, complicidades
inocentes, en suma, tan sólo bloqueadas por las divergencias políticas o
éticas, siempre y todavía límites de la relación. Habría que ver,
igualmente, si la confesión no está mediatizada por el ocultamiento, si
no hay trampa en ella, hasta dónde llega la indefensión desarmada que
implica en las situaciones más canónicas, el diván del psicoanalista o
el confesionario de la iglesia o la autocrítica en el partido, por más
bastardeado que haya sido este canon.
Pero si reflexión semejante podría aplicarse al
argentino en general, si eso puede decirse, o mejor dicho, al "argentino
oral", algo muy diferente ocurre con los argentinos que tienen lo que
podríamos llamar "responsabilidades civiles o simbólicas", o sea los que
no se limitan a un vivir de simple espera de los días sino que hacen o
quieren hacer algo trascendente con sus vidas, de alcance social, o
pretenden que lo hacen; en suma, los políticos, los militares, los
intelectuales, los escritores o los dirigentes de cualquier tipo de
actividad de prestigio o de consecuencias para la sociedad. Esos
argentinos —quizá ese tipo de personas, argentinos o no— terminan, tarde
o temprano, por escribir sus memorias; si lo que vivieron da a sus
vidas un carácter singular consideran imprescindible hacer sus
autobiografías y si lo que viven, por el hecho de que ellos lo viven,
les parece relevante, llevan un diario, y si lo que han visto les parece
que no puede perderse escriben sus memorias. Es claro que el valor de
los resultados puede ser diverso y dependerá menos de lo que han vivido
que del genio para escribir de cada cual, pero lo que sobre todo importa
es que muchos de los miembros de ese grupo se han sentido compelidos a
ejecutar alguno de esos tres gestos —desde el Director Supremo Gervasio
Posadas a María Rosa Oliver—, o dos de ellos —desde Lucio Mansilla a
Victoria Ocampo.
Para algunos esa compulsión fue, por decir así,
gratuita: querían simplemente dejar un testimonio; otros escribieron con
ánimo literario —para fundar una literatura, como lo hacía Sarmiento— o
paraliterario —para explicar una literatura, caso de Enrique García
Velloso o Manuel Gálvez—. Por supuesto, esta opción crea un problema: en
principio, unos y otros escritos, como se ha dicho, constituyen la
literatura nacional, tal vez porque hasta cierto momento no hay otra
cosa, pero el lugar que ocupan es menor o de otro carácter cuando la
literatura argentina se estabiliza y empieza a haber un orden marcado
por los géneros: autobiógrafos, memoralistas y diaristas cuidan el
alcance de lo que escriben, desplazan su atención de los hechos a la
escritura, pretenden ingresar de pleno derecho a la literatura —es lo
que se ve en la Autobiografía de Victoria Ocampo— y no tan sólo ser albergados por ella porque no hay otra cosa, como es lo habitual antes de Mi defensa, de
Sarmiento, que bien puede ser el punto de inflexión de la prehistoria,
cuando los gestos son espontáneos y están fuera de toda otra finalidad
que no sea referencial, a la historia, en la que la literatura tiene que
constituirse porque forma parte de una unidad mayor, una cultura que, a
su vez regula, expresa y encauza el desenvolvimiento de una nación.
El deseo memoralista es fuerte en esa clase de argentinos. Según Adolfo Prieto en su imprescindible La literatura autobiográfica argentina (Rosario,
Facultad de Filosofía y Letras, 1966), el contenido de lo que se
rememora en los textos que van de principios de siglo XIX hasta bien
avanzado el XX tiende a salvaguardar o recuperar o exaltar los valores
de una elite, y más aún, de una clase, la oligarquía. Sus análisis, que
atienden sobre todo a las afirmaciones que hacen sobre sí mismos los
autores, ponen de relieve el carácter clasista, y por lo tanto
tendencioso, de los respectivos escritores, cuyas evocaciones están
fuertemente historizadas aunque pocas veces prescindan del encuadre
familiar: revoluciones (de Mayo, del '90), guerras de independencia y
civiles, rosismo, mitrismo, el ochenta, la inmigración y la organización
del país moderno, constituyen los ejes de los relatos, en tomo de los
cuales las inflexiones subjetivas son como tenues bordados, apagados
traumas, repliegues de lo individual en homenaje a la trascendencia. Sin
embargo, hay temperamentos como el de Belgrano, en cuyas páginas hay
anticipos románticos, un modo de padecer la guerra que se adelanta, por
el lado dcl sentimiento, a lo que va a ser el personalismo de Mansilla o
lo que está implicado en el título del libro de Narciso S. Mallea, Mi vida. Mis fobias, muy indicativo de un fundamental cambio de tono.
Cuando la Argentina es ya un país moderno, después
del yrigoyenismo, las memorias y autobiografías publicadas persiguen
objetivos diferentes, antagónicos de los de sus predecesores, que, salvo
quizá en el caso de los intelectuales, tuvieron siempre como horizonte
la particular relación entre lo privado y lo público típica de la vieja
oligarquía; hay que leer las memorias de los socialistas Enrique Dickman
y Nicolás Repetto para advertirlo, testimonios de un nuevo estilo de
lucha política, testigos del surgimiento de una nueva cultura. Y también
la de los anarquistas (por ejemplo la obra de Eduardo G. Gilimón, Un anarquista en Buenos Aires, 1890-1910), que,
más místicos, prefirieron por lo general la acción a la evocación, y en
consecuencia, cultivaron el género en menor medida. El cambio de tono
se da, incluso, entre generaciones: las memorias de Gregorio Aráoz
Alfaro, todavía un prócer, tienen la vieja impronta; las de su hijo
Rodolfo, varias décadas después, hacen el recuento de una lucha social
y, por cierto, ironizan sobre lo que para su padre debía ser sagrado,
incluso la tradición familiar; Ramón J. Cárcano (Mis primeros 80 años) describe el paso del país provinciano al cosmopolita, hace un recuento de protagonistas-fundadores, su hijo Miguel Angel (La fortaleza de Europa) recuerda
en diplomático y aristócrata, no en peleador; los diarios de Eduardo
Mallea relatan la gesta de un yo atormentado, encerrado en las
comprobaciones de su lucha contra el mundo: estamos lejos del "yo
ejemplar" de su quizá pariente Sarmiento, que creía que las biografías, y
con mayor razón las autobiografías, eran un espejo en el que debían
mirarse los demás para sentir, poshegelianamente, el soplo del Espíritu.
La compulsión memorística, por lo tanto, existe en la
tradición argentina y encierra, en un paréntesis espectacular, la
dimensión aparente del pudor o el recato nacional; a tal punto que en
realidad habría que explicar por qué se da aquí tal vez más que en otros
lugares. Es posible que sea una tardía, local y anacrónica
manifestación de la "fama" renacentista que, al parecer, llevaba a los
seres humanos a realizar proezas para obtenerla puesto que no intentar
hacerlo implicaba vivir en un limbo, fuera de la realidad; si
reemplazamos "fama" por "destino nacional" o por "Dios es argentino",
asumidos estos términos por un grupo social, tal vez tengamos una
respuesta, siempre provisoria e insuficiente. En cambio, es más fácil
reconocer las funciones aparentes que el gesto memorístico o
autobiográfico satisface y que servirían como explicación si se pidiera a
esos escritores que dijeran por qué escribieron ese tipo de textos.
Sarmiento —es inevitable citarlo— lo hizo para combatir la calumnia;
otros para rectificar un concepto; otros para evitar el olvido y hacer
que se extrajeran lecciones del pasado; también para honrar una estirpe,
y por fin, para, sinceridad mediante, poner en descubierto una odiosa
mentira.
Estas son intenciones declaradas; lo que las hace
alcanzables, es decir lo que hace natural ponerse a escribir no es la
existencia de una retórica —que es más el caso de la poesía— sino una
nueva relación histórica entre la subjetividad y el espacio público que,
a su vez, adquiere un valor —democrático— mayor que el de lo privado.
Relaciones cambiantes pues cuando lo público está ya consolidado y sus
estructuras son sentidas como definitivas, lo privado y lo subjetivo
recuperan terreno y el contenido de la memoria se desplaza, quien relata
ya no es como Beruti —que en sus Memorias curiosas transmite,
durante cinco décadas, lo que observa a su alrededor—, sino como Gálvez,
que relata una participación en un ámbito restringido, el de la
literatura. Quienes en este siglo insisten en recordar una actuación,
como Agustín Lanusse, no son estimados como escritores, se limitan a
proseguir el gesto del siglo XIX y trabajan sobre las mismas categorías:
exposición de una circunstancia histórica, justificación de un
comportamiento, rectificación de errores y exculpación de
responsabilidades.
Esto indica que los de las evocaciones son tiempos
convulsos que, por añadidura, producen personalidades sobresalientes,
capaces de actuar y de mirar sagazmente a su alrededor así como
asedidados, también, por una neurosis de destino. Ya dije cuáles son
esos tiempos; podría añadir que actúa en esas personalidades, desde
Ignacio Núñez en los albores de la nacionalidad hasta Cárcano en la cima
de su orgullo, una ecuación cuyos términos son: sentimiento de
libertad, embriaguez de la decisión, clara voluntad de éxito, y en
descompensación, angustia en cada una de las etapas. Si por un lado esos
términos han sido exaltados por el romanticismo que deposita en el
sujeto, a partir de Rousseau, todas las esperanzas de comprensión del
propio enigma y del enigma del mundo, por el otro son muy adecuados para
transferir la experiencia, tanto colectiva de los grandes hechos como
individual de las grandes pasiones, a la literatura como posibilidad de
renovarla y de hallar en ella el camino que la empolvada retórica
neoclásica bloqueaba.
Pero también los tiempos recientes de la represión
fueron convulsos, y sin embargo, no produjeron escritos memorísticos (el
libro del General Camps es una prolongación policíaca de su
participación en el "proceso") ni, creo, darán lugar a autobiografías,
aunque me entero de que el Almirante Massera está ordenando sus papeles;
yo creo que los ejecutantes o ejecutores, en un sentido más propio de
la función que desempeñaron, deben estar tratando de hacerse olvidar lo
antes posible y las víctimas, la otra parte, canalizan sus recuerdos,
cuando lo hacen, hacia el lugar de una acción, mediante testimonios, que
no es lo mismo: intentan denunciar un crimen, no defender un prestigio
ni exaltar la grandeza de los hechos que les tocó vivir.
La red, como se ve, es compleja, es lo que va de
mirada a gran espectáculo, pasando por protagonismo y capacidad de
interpretar a través de una escritura que se siente que es
imprescindible hacer y que, en algún momento, se transforma en
literatura, en la literatura propia de un país, como una de sus
modalidades más perdurables. Y si esta afirmación es pertinente para el
pasado, es decir para la etapa de la formación de la cultura argentina,
para el presente ahí podría quedar todo si sólo se viera en sus textos
nada más que información e interesado, como no puede ser menos, punto de
vista. Pero si, en cambio, miramos ese amplio material con mirada
literaria —que no es lo mismo que valoración de calidades— podremos
advertir que hay un juego entre estas tres estructuras —autobiografía,
memorias y diarios— muy diferentes por cierto, pero invocadas o apeladas
como si fueran una sola, como si el elemento común a todas —la
observación recaudadora— desempeñara el mismo papel en las tres. Pero no
lo desempeña. Vale la pena señalarlo.
Por de pronto, autobiografías y memorias están
volcadas sobre el pasado; los diarios, en cambio, suponen o fingen que
aprisionan un presente, o al menos, su sentido. Además, si el enunciador
—o narrador, puesto que sea como fuere siempre se trata de narración—
es en todos los casos un "yo", disfrazado a veces y apenas en un
discreto "nosotros", sin embargo se diversifica en cada caso y adopta
tácticas que le son específicas, lo cual tiene sus consecuencias.
Así, en la autobiografía el narrador es el actor
principal pero narra desde lejos, seleccionando parsimoniosamente los
núcleos contables para alcanzar una finalidad; por eso, y como algo muy
natural, establece una censura, cuando no falsea, razón por la cual el
valor testimonial, sobre sí mismo y sobre los objetos de su drama, es
cuestionable o bien se puede desconfiar de él. Pero, porque hay un
artificio en el arreglo a fin de obtener un efecto que no descansa en la
verdad sino en la equívoca sombra de la verdad, la autobiografía se
acerca a la literatura, bordea la ficción y en cierto modo la supera
porque la desconvencionaliza, la ficción en la autobiografía es muy
diferente a la que rige la novela, al menos en el modelo más
tradicional: refiere modelando y no sólo reproduciendo, vela sin
oscurecer, destaca sin enceguecer, corroe la ficción sin desvirtuar las
ilusiones que engendra la ficción y, sobre todo, pone en evidencia la
operación enunciativa del narrador en la medida en que lo hace actuar
desde la mínima distancia imaginable con el referente. Si narrar
consiste en administrar un punto de vista acerca de lo narrable y, para
hacerlo, es preciso poseer una información respecto de la cual la
posición de enunciación es determinante, la autobiografía, en la que el
"yo" narrador se confunde con el "yo" narrado, sería el lugar por
excelencia de la narración.
En las memorias, en cambio, el narrador hace creer
que desaparece y, en esa ilusión de hueco, postula una calidad de
testigo; desplaza hacia los hechos relatados cuya condición es,
entonces, su prestigio o su importancia, y simula objetividad en la
descripción y en los juicios que, si son severos o violentos, es a causa
de su gravedad, no de la pasión del narrador; ese desplazamiento lo
beneficia y lo hace escuchable, no es lo mismo quien rememora la peste,
como Carlos Guido Spano, que quien recuerda sus amables días de
estudiante, como Miguel Cané, obligado, por la delgadez de los hechos, a
la novela o a la autobiografía. Lo que el narrador de las memorias
recuerda y escribe es útil para la historia, no para dar ejemplo a las
personas, finalidad propia de las biografías.
En el diario, por fin, el sujeto se muestra como un
espacio en el que acontecen hechos cuyo valor está dado por su
participación en ellos, no importa si son grandiosos o mínimos
históricamente hablando; relata registrando cómo repercute en él, en una
proximidad que no implica por fuerza ser actor, todo lo que entra en
una mirada cuya idoneidad para clasificar no tiene por qué ser
justificada; de ahí que cualquiera pueda llevar un diario aunque, desde
luego, los que importan más son los que llevan sujetos interesantes por
otras razones: escritores famosos, hombres de guerra, santos,
científicos geniales, piratas, aventureros que registran en un diario
excitan más que esas contabilidades sentimentales o los apuntes
turísticos que a lo sumo son como las fotografías que evocan un instante
sólo cuando se las muestra.
No me opongo a los diarios, incluso los estimulo
porque poseen virtudes disciplinarias; algunos me apasionan y me
sorprendo gratamente cuando me entero de que alguien cercano los lleva
en secreto. En cuanto a las memorias no se me ocurre quién podría
ponerse en esa empresa en la actualidad: los medios de comunicación y
los cronistas profesionales suplen la información que antaño les daba
sentido, además de que ya no existen grandes espectadores ni grandes
actores, ni siquiera grandes descubrimientos. Las autobiografías, en
cambio, o un elemento de ellas, "lo" autobiográfico —que por otra parte
interviene en diversa medida en toda literatura de género, novelas,
poemas, cuentos o teatro— ofrecen una salida cada vez más interesante
para la narración; por un lado, por razones psicológicas: en verdad todo
el mundo desea escribir si no de sí mismo posiblemente desde sí mismo;
por el otro, porque controla y regula el juego mismo de la ficción que
parece agotarse en un sofocamiento de estereotipos sólo redimibles en
virtud de un sinceramiento en cuyo despliegue la noción de cercanía con
lo que se narra —nada más cercano a la narración que el imaginario
propio— parece ser la única y verdadera salida.
Tal vez este razonamiento explique la proliferación
de autobiografías a la que asistimos en las últimas décadas, no sólo
aquí sino en el resto de América Latina: sería una respuesta al desgaste
de la mecánica de la ficción y una posibilidad de recuperar una
dimensión narrativa en riesgo. Sin contar con que un gesto semejante
implica una certeza, la de que la literatura en general es ya lo
suficientemente madura como para arriesgar una puesta en cuestión de
categorías que daban seguridad, descansa sobre la convicción de que la
etapa de la consolidación ha concluido y ahora es posible actuar sin
temor a debilitar un cuerpo antes endeble, en ciernes. Lo
autobiográfico, por lo tanto, restituye en su nueva vigencia una
propiedad de la literatura, la renueva sobre sus propios fundamentos y
disuelve el fantasma de la confusión entre invención y experiencia.